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10/12/17

MARIAH CAREY: Una serie de catastróficas desdichas

El turrón. Los regalos al pie del árbol. Cortylandia. Y All I want for Christmas is you. Este villancico romántico-festivo está tan adherido al canon navideño que muchos creen que lleva toda la eternidad en el cancionero popular. No es cierto. Lo compuso Mariah Carey (Nueva York, 1970) en 1994 con un teclado Casio y, de entre todos sus éxitos, All I want for Christmas is you es la canción de Carey que pasará a la posteridad. Pero Mariah Carey es mucho más que la embajadora oficial en la Tierra de Papá Noel y, desde luego, es mucho más que el chiste en el que Internet se ha empeñado en convertirla.

En los once meses durante los cuales no es Navidad, Carey ha quedado reducida a generadora de titulares, memes, gifs y trending topics. Los medios y el público enloquecen ante cada nueva extravagancia. Que si asiste a recoger un premio bebida, que si el playback le falla, que si ha declarado que le gustaría estar tan delgada como los niños de África pero sin las moscas (ella nunca dijo tal cosa), que si posa junto a un vagabundo vestida de gala o, su último titular, hace solo un par de días: se agachó a saludar a sus fans y creó el efecto óptico de que estaba sentada sobre una silla invisible (ha sido una semana realmente floja en redes sociales, por lo visto).
El público lleva más de una década sin prestar atención a su música (su único número 1 en España fue Music box, en 1993), pero se sabe de memoria cada excentricidad y celebra que, a efectos prácticos, Maria Carey inventó la Navidad. ¿Pero cuándo fue la última vez que alguien se paró a escucharla hablar?
Mariah Carey tiene muchas cosas que contar. Basta con preguntarle. El matrimonio interracial de sus padres (Roy, negro venezolano y Patricia, blanca irlandesa) le produjo conflictos desde pequeña al sentirse excluida tanto de la comunidad negra como de la blanca. La casa y el coche de los Carey eran vandalizados por sus vecinos (vivía en el pueblo de Huntington, Nueva York), sus perros envenenados, y cuando el matrimonio se divorció y sus hermanos mayores se independizaron (Allison sufrió adicción a las drogas, se prostituyó durante años y contrajo el VIH), Mariah se quedó sola con su madre, a menudo durmiendo en casas de amigos y familiares. “Pero había dos cosas que siempre me hacían sentir especial: la música y las Navidades”, recuerda la cantante.
Carey debutó a los 21 años. Era un producto perfecto moldeado por Tommy Mottola (nueva York, 1949), el presidente de potente discográfica Sony, quien invirtió más de dos millones de euros en lanzar la carrera de Carey y luego se casó con ella: antes de su esposa, era su marca registrada. En aquella boda, una superproducción con estrellas invitadas como Barbra Streisand o Robert De Niro, Mariah iba vestida como una princesa (en concreto, Lady Di) escondida tras un ramo más grande que ella y arrastrando una cola de ocho metros. Pero el cuento de hadas era también un thriller doméstico.
Mottola (20 años mayor que ella) le pinchaba los teléfonos, controlaba sus amistades y vigilaba sus horarios. “Se enfadaba mucho porque no le gustaba mi forma de vestir y tampoco me dejaba salir y entrar de casa cuando quisiera. Era un ambiente muy opresivo”, recordaría años después Carey. Mottola, apodado “sing-sing” en secreto por Carey porque la tenía encerrada en la habitación durante las fiestas y solo la sacaba para cantar “como si fuera un pájaro”, reconocería años después que aquel matrimonio fue “malo e inapropiado”.
La cantante, en su canción Fantasy, soñaba con que alguien la secuestrase con tal de liberarse de aquellos “abusos emocionales y psicológicos” a los que su marido le sometía. Y entonces desplegó sus alas y echó a volar.
Butterfly fue su primer álbum tras separarse de Tommy Mottola (estuvieron juntos de 1993 a 1997) y explotaba todo lo que él odiaba: la libertad, la sexualidad y el hip-hop. Y encima tuvo que pagarlo él, porque se editó con Sony, la multinacional que Mottola presidía. Donde el público vio a una muchacha que de la noche a la mañana cambió los vestidos de terciopelo negro por los bikinis, Mariah Carey luchaba por reencontrar su identidad con canciones sobre la melancolía, el erotismo y la depresión.
Carey, que fue la primera artista pop en colaborar con un rapero (y con un miembro de Wu Tang Clan nada menos, Ol' Dirty Bastard, en la remezcla de Fantasy), parodiaba su matrimonio en el vídeo del primer sencillo de Butterfly, Honey, el cual arrancaba con la cantante secuestrada por un mafioso peinado igual que Tommy Mottola y al que ella ridiculizaba (“no entiendo tu pelo”), para a continuación apalizarle, quitarse la ropa y salir corriendo de la mansión.
Convertida en una glamazona (una guerrera sexi), Mariah Carey se pasaría el resto de su vida huyendo de la imagen a la que Mottola la había sometido (y con la que muchos españoles la siguen recordando): tradicional, anodina y discreta. Tres adjetivos que jamás podrían aplicarse a la Carey actual. Ya no tenía a su mentor, pero sí tenía su fama (en Estados Unidos es una institución cultural con un récord de 18 números 1, solo superado por los Beatles), su voz (que alcanza siete octavas, incluido el emblemático agudo que hacía estallar cristales a principios de los 90) y su talento como compositora (ella ha escrito y producido la mayoría de las canciones de su carrera). El único inconveniente era que Tommy Mottola seguía siendo su jefe.
Cuando Sony canceló la promoción de su séptimo aduciendo que el márketing de Mariah Carey les salía demasiado caro (el vídeo de Heartbreaker costó dos millones de euros, inexplicables a menos que Carey cobrase dos sueldos porque interpretaba a dos personajes), la cantante cometió un error de principiante que hoy es tendencia: quejarse en Internet.
Los mensajes en su web, donde pedía a los fans ayuda para combatir el boicot de Sony (“está siendo muy difícil, no quieren que os enteréis, pero no pienso rendirme”), eran borrados minutos después de que los publicase. El golpe en la mesa de su empoderamiento rebelde sería protagonizar una película, proyecto que Tommy Mottola había bloqueado durante años al considerar que sería perjudicial para su carrera. Spoiler: tenía toda la razón.
Porque entonces llegó Glitter (2001).
Otra discográfica multinacional, Virgin, le ofreció el contrato discográfico más caro de la historia (85 millones de euros) y Carey se obsesionó con demostrar que ella se bastaba para levantar una faraónica obra pop trabajando 21 horas diarias durante dos meses. Cuando la primera canción estaba a punto de enviarse a las radios, Sony (recordemos: la compañía de su ex, Mottola) dinamitó su lanzamiento al utilizar el mismo sampleado (Firecracker, de Yellow Magic Orchestra) en la canción de su nueva estrella, Jennifer Lopez (I'm Real).
Ese revés, humillante y con alevosía, fue lo que desestabilizó a Mariah Carey. Cuando le preguntaron por Lopez, ella fingió no conocerla (aquel “I don't know her” -No la conozco- es hoy, inevitablemente, un meme). Su cabeza dijo basta, pero su cuerpo dijo “hay que ir a la tele”. Y allí se presentó, en el programa TRL, empujando un carrito de helados y quitándose la ropa mientras exclamaba “todos necesitamos un poquito de terapia de vez en cuando, esta es la mía”: como no podía ser de otro modo, Mariah Carey sufrió su ataque de nervios en la MTV.
La ruptura con el cantante mexicano Luis Miguel (estuvieron juntos de 1998 a 2001) contribuyó a su ingreso en un hospital por agotamiento físico y mental. El estreno de Glitter fue aplazado al 11 de septiembre de 2001 (sí, el mismo día que el atentado de las Torres Gemelas) y tanto la película como el disco sufrieron una masacre crítica y un vacío comercial. Así murió la superestrella y nació el chiste. La marca Mariah Carey se convirtió en un producto defectuoso y Virgin se la quitó de encima pagándole 40 millones de euros, así que ella se refugió en una mansión de Capri (Italia) para vivir en una fiesta perpetua. Y hasta hoy.
A los 47, asegura que tendrá “eternamente doce años”. Lleva toda su madurez regodeándose en la infancia, adolescencia y juventud que le robaron y ella misma describe su estética como la de “una niña que juega a vestirse de mujer”. Su actitud lúdica y siempre sonriente, los delirantes títulos de sus discos (La emancipación de Mimi, Memorias de un ángel imperfecto o Yo. Soy Mariah, la cantante elusiva) y sus cómicas apariciones públicas han llevado a la opinión pública a apreciarla como un hazmerreír y una estrella venida a menos, cursi, hortera y obsesionada con llamar la atención y seguir siendo relevante.
Sus caprichos de diva reciben más titulares que su implacable amabilidad (porque si fuera mala persona, lo sabríamos) y su hilarante autoconsciencia: ella es la primera en no tomarse a sí misma en serio. En una ocasión cerró el Tibidabo de Barcelona para pasar una tarde con sus fans españoles, durante otra visita invitó a varios admiradores a merendar en el Ritz y en 2000, acompañada de Luis Miguel, subió a varios fans malagueños a su limusina para ponerles en exclusiva Loverboy y acercarles a Puerto Banús. Pero la anécdota más demencial de todas ocurrió cuando enseñó en un programa de MTV una “habitación para los fans” en su casa, donde coleccionaba regalos. Entonces, un grupo de españoles se presentó en su casa porque habían entendido que podían quedarse a dormir. Carey, tras aclarar el malentendido, les pagó una habitación en el mejor hotel de Nueva York.
Dos divorcios, dos hijos (Monroe y Morocco, de 6 años, con el presentador y cómico Nick Cannon: se casaron en 2008 y se separaron en 2016) y una estancia en ese fastuoso cementerio artístico que es Las Vegas después, Mariah Carey parece haber encontrado su identidad y ni los memes ni una voz que cada vez le traiciona más por culpa de canciones estratosféricas (se inyecta cortisona para aguantar el ritmo vocal) van a impedírselo.
Ella quiere ser Aretha Franklin y Marilyn Monroe, quiere ser folclórica y seguir sonando moderna pero, por encima de todo, quiere pasárselo bien. “Mi única aspiración era escuchar mis canciones en la radio”. Carey ha repetido esta fantasía infantil varias veces a lo largo de su carrera y, una vez al año, en Navidad, su deseo se cumple.

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